CRÓNICAS PARISINAS (entrega 1)





CRÓNICAS PARISINAS 

Lirio Garduño-Buono 
Una mexicana en el París de los 90s



I
En el Metro


1.- El metro Charonne y el cuerpo memorioso

Ya hacía diez años que nos habíamos ido. Ahora estábamos en Francia para ver a la familia y en particular en París para visitar a nuestro sobrino Rémi y a los amigos que aún tenemos allí. Llegamos a las once de la noche de Montpellier, a la Gare de Lyon. La última vez habíamos tomado un taxi de esa estación pero la experiencia fue tan horrible (desde el tipo que embarcaba a la gente hasta el taxista agresivo y racista), que a petición mía tomamos el metro. Esta vez íbamos a la alcaldía del distrito once, un recorrido de veinticinco minutos. Rémi vino por nosotros. Es un joven guapo y adorable. Nos ayudó a cargar el breve equipaje y emprendimos el camino.
Transbordamos en el metro Charonne y allí tuve la revelación: no era yo, era mi cuerpo el que recordaba. Más aún, mi cuerpo re-vivió la costumbre de circular por esos andenes, de subir y bajar escaleras bajo esa luz fría, de esos blancos mosaicos de bóvedas y paredes. Es como si el tiempo no hubiera pasado, como si yo no hubiese regresado a mi país, como si mi cuerpo de parisina siguiera perteneciendo a ese lugar, moviéndose en esos espacios. Una sensación fuerte y extraña. Por lo visto, una parte de se quedó aquí. El cuerpo que, como un zombi sigue tomando el metro todos los días y caminando por las calles de esta ciudad monumental y gris...aún cuando el espíritu esté ya en otros lejanísimos lugares.


2.-La chica del metro Jaurès

Muy seguido, después de trabajar me iba a una piscina Art Déco en el distrito 10, muy cerca del metro Stalingrad. Después de nadar, cansada y contenta, atravesaba la avenida y entraba en la moderna Mediateca Hergé, cerca del canal de La Villette (ver capítulo Bibliotecas).
Me gustaba caminar un poco antes de volver a casa. Esa vez me fui hasta el canal. Había oído que ese había sido un lugar mal frecuentado en el cual circulaba mucha droga. Con la renovación del barrio, una parte del canal fue rehabilitada y ahora albergaba un centro cultural, cafés y varios cines. Era un lugar hermoso para pasear, tanto en verano como en invierno. Aquella tarde estuve vagando una hora por allí y luego bajé al metro.
La estación Jaurès tiene una parte aérea y una subterránea, según la línea que tomes. Mi correspondencia era la subterránea y curiosamente, a esa hora de la tarde no había mucha gente en los andenes. De entrada me topé con una mujer con un sombrero idéntico al mío. Para evitar lo penoso de estar en el mismo vagón que ella, caminé un poco más allá. A la mitad del andén, un grupo de clochards tomaba vino tinto y comía queso camembert con pan reblandecido, entre pestilentes humores y heridas purulentas. Me fui entonces hacia el fondo del andén, inútil preguntar por qué.
En una de las bancas estaba una muchacha joven, muy delgada. Me daba la espalda de tres cuartos, así que no vi lo que estaba haciendo hasta que llegué junto a ella. ¡Se estaba inyectando, y no precisamente una medicina! (bueno, para ella era una medicina...) No suelo ser indiscreta pero esa escena me tomó completmente por sorpresa y no pude sino quedarme allí frente a ella, mirándola boquiabierta. Se volvió hacia mí y me gritó con voz amenazante: “¿Qué carajos estás viendo, imbécil?”. Esto me hizo reaccionar pero no del todo, porque a pesar de lo agresivo de su voz me quedé unos segundos más mirando cómo una vez que se había inyectado volvía a llenar la jeringa de sangre. Ejercicio de ida y vuelta. La visión era asquerosa y fascinante al mismo tiempo. Reaccioné al cabo de unos segundos y seguí mi camino. Desde el fondo del andén, pude ver que se quitaba la liga del brazo y guardaba toda la parafernalia en su bolsa. Luego volvió a ser una persona más esperando el metro.



3.-El extraño hombrecillo del metro Opéra
Salí de la Ópera Garnier a medianoche. Después de la función de Angelin Prejlocaj iba con el corazón contento y los ojos llenos de color, movimiento, imágenes. Estaba acostumbrada a andar de noche en el metro; no en los barrios más feos (hubiese sido suicidario) pero sí a circular entre el centro y mi casa. París es una ciudad relativamente segura para las mujeres y de todos modos, como me dijo una amiga francesa cuando recién llegué: “Aquí sólo hay mujeres fuertes”. Bajé a la estación Opéra y como toda esa gente que salió del cine o del Palais Garnier, esperé el metro. En el andén, un hombre de aspecto extraño (y extranjero) me miraba con insistencia. Estaba acostumbrada a las miradas pero la verdad es que en París alguien que mira así no puede ser sino un maniaco sexual, un loco o ambas cosas. Subí al vagón y él también. Saqué mi libro y me puse a leer pero no podía ignorar esa mirada de fuego. Me dije que por fortuna el metro era directo hasta Gambetta, sólo cinco o seis estaciones. A la altura de Parmentier me empezó a dar francamente miedo. Era un hombre de unos treinta y tantos, estatura mediana, gordo, sucio y descuidado. Probablemente árabe, pensé la manera más racista.
En Père Lachaise se plantó frente a mí y casi llegando a Gambetta me dirigió la palabra. Me preguntó con un acento efectivamente extranjero: Est-ce que ca vous dirait, la connaissance? (algo así como ¿gustaría usted te conocer mi?). Amablemente, le contesté que no entiendía y él repitió su pregunta: Est-ce que ca vous dirait, la connaissance? Le dije que no, que muchas gracias y le deseé buenas noches. Extrañamente, no discutió ni insistió. Simplemente se alejó hacia la salida del metro Gambetta cuando yo me dirigía al transbordo para Pelleport. Respiré aliviada pero el susto ni Dios Padre me lo quitó...





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