Giuditta, cancerbera del Mictlán
©Texto e imágenes: Lirio Garduño-Buono

La cachorra Giuditta vivía en un rancho de Guanajuato. Su mamá era una perra muy joven llamada Xolozcuintla. Esta perra descendía de antiguos perros aztecas, guardianes de los templos. En la camada había muchos cachorros, muy distintos unos de otros: algunos con los ojitos verdes, como algunos tíos de Xolo; otros con el pelaje esponjado color caramelo, otros blancos y negros, de orejas largas. Giuditta era la más fea: flaquita, de hocico afilado. Tenía la cara como uno de esos perritos de Colima, y sus ojos parecían no ponerse de acuerdo porque cada uno miraba en una dirección distinta. O sea que era birola. Su pelaje era blanco con manchas parecidas a las de la luna. Una tía suya, a la que se parecía mucho, se había llamado Luna.
Giuditta y su familia vivían en casa de personas que querían mucho a los perros. La casa era la última de una calle de tierra y no tenía barda, sólo una puerta de fierro azul. Los perros podían ir y venir, salir y entrar a su antojo. Pronto los cachorros más bonitos fueron encontrando dueño. Giuditta se quedó en la casa por obvias razones, aunque no estaba sola: además de Xolo, su madre, había otras dos perras, una viejita llamada Biberón y una joven y esbelta llamada Chibi. Los vecinos de enfrente tenían varios perros con los que a ellas les gustaba juntarse: uno se llamaba Negro y el otro, que era muy hermoso, tenía muchos nombres: Ojitos o Kalimán, Sparky o Místico, según quien lo llamara, pues era por completo negro con los ojos azules. En este ambiente vivía feliz Giuditta.
Más allá de la casa, había un pequeño barranco donde crecían cactus, nopales y huizaches. Nadie habitaba allí y era uno de los lugares preferidos de la cachorra. Pues bien, una tarde en que se encontraba descansando después de perseguir a unos conejos, se apareció ante ella un personaje muy extraño. Era muy feo, flaco y descarnado, como una calaca. Tenía unos dientes filosos como de vampiro y aunque inspiraba miedo, le habló amablemente.
­­­­-Soy Mictantecutli, dios del Inframundo. Sé que eres descendiente de los nobles perros de
los Templos sagrados de los aztecas. Vengo a proponerte un trabajo.
-Como que estoy muy chica pa' trabajar,” rezongó Giuditta.
-Pues este trabajo no es difícil y te puede dar grandes beneficios. Mira: aquí junto hay un hoyo en la tierra. Es una de las entradas del Mictlán, el reino de los muertos. Allí llega toda la gente que se muere y para poder entrar y descansar al fin, tiene que atravesar un río subterráneo y luego ser examinada por un especialista que decidirá si puede o no pasar.”
-¿Y eso a mí qué?- preguntó la cachorra que no era muy educada que digamos.
-Pues que tú puedes ser esa guardiana especialista-, dijo el dios sin inmutarse, una Perra Cancerbera que examine a los difuntos y que después de comprobar que estén bien muertos, los deje pasar o los regrese a la tierra.
-Ah, ¿y qué voy a ganar?
-Mucho. Podrás pertenecer a la orden de los Cancerberos del Mictlán, los dioses te bendecirán y además tendrás toda la comida que quieras.”
-Le entro,- dijo Giuditta sin pensarlo más, habiendo escuchado la palabra comida.
Así que cada noche, cuando sus dueños y los otros perros de la casa dormían, ella se dirigía hacia el hoyo en el fondo del barranco y por allí se metía. Se quedaba esperando a los muertitos en la entrada del Mictlán, justo en la orilla del río. Mictantecutli y Xipe Totec, los dioses encargados, le habían dado un manual completo y también una cofia como de enfermera, para darle más seriedad al asunto. Giuditta no tenía que esperar mucho porque invariablemente llegaban los difuntos, atravesaban el río, ayudados por sus perros (si los habían tratado bien en vida) y, todavía mojados, se plantaban frente a ella quien les tomaba los signos mortales, tales como ausencia de pulso, palidez y frialdad extrema. Una vez que comprobaba que la persona merecía entrar, tocaba una chicharra y las puertas se abrían. Los que no estaban muertos de verdad, regresaban por donde habían venido. 

A Giuditta le gustaba mucho esta doble vida. De día aprovechaba las caricias de sus amos,
comía croquetas, se echaba a dormir bajo el sol, jugaba con los otros perros y salía a correr con su dueña. Aunque a veces la señora se exasperaba porque la cachorra se le metía entre las piernas. Ya varias veces la había tirado. Así de loca estaba la cachorra...
De noche, pasaba el rato viendo correr las aguas del río subterráneo cuando no tenía trabajo. Luego se rascaba y echaba alguna siesta, aunque varias veces los dioses le habían advertido que dormir estaba estrictamente prohibido.
Llegó el 1o de noviembre, Día de Muertos, que en México es una fiesta importante. Con esta fiesta, muchos difuntos regresaban a la tierra a ver a sus familiares. Giuditta sabía que el Mictlán se quedaría sin un alma, si así se puede decir.
Ni tarda ni perezosa, les dijo a su mamá Xolo, a sus tías Biberon y Chibi, y a los amigos perros Negro y Ojitos esa misma mañana:
-¿Por qué no se vienen a nadar? Esta noche el Mictlán se quedará vacío. Los difuntos regresan a ver a su gente y los dioses los acompañarán. Se van a poner borrachos y van a comer hasta reventar. Mientras tanto, nosotros podemos divertirnos. ¡El agua de ese río está buenísima! Cuando oscureció, en fila salieron los perros de las últimas casas del rancho. Iban felices la mamá de Giuditta, Ojitos, Negro, Biberón y Chibi. Todos dispuestos a divertirse en grande. Nadaron toda la noche. Ojitos les enseñó cómo zambullirse en una ribera y salir en la otra. Chibi nadaba “de muertito”, cosa que a todos les dio mucha risa, dado el lugar en que se encontraban. Negro, que era el más serio, se echaba clavados desde una roca cercana y pronto todos los demás lo imitaron.

Tan bien la estaban pasando, que no sintieron la noche transcurrir. Quizá porque bajo la tierra no podían ver el amanecer o porque de verdad las horas se les fueron volando. El caso es que cuando más felices estaban, vieron acercarse la multitud de difuntos acompañados de los dos dioses, que ya de lejos se veían enfurecidos.
-¡Cachorra imprudente!- le gritaron, -¡Cómo te atreves a traer a extraños a este lugar? ¿Acaso vienen a ayudar a sus amos a atravesar el río?”
-Sí, eso es,- improvisó Giuditta, -todos ellos vienen a acompañar a sus difuntos.
-¡Mentiraaaa!- gritó Xipe Tótec con voz de trueno, pues era el más enojón, -¡pagarás MUY caro esto, cachorra!
Ni tengo que decir que los otros perros se fueron volando hacia la salida de aquél pozo. 

Giuditta apenas escuchó lo que los dioses le decían y pronto comprendió que si no ponía patas en polvorosa, su pequeño cuerpo permanecería para siempre entre los muertos. Salió corriendo y apenas alcanzó a escuchar al dios Mictantecutli que le gritaba desde la orilla de aquél río:
-¡Estás despedidaaaaa !- 

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