DEL LIBRO CRÓNICAS PARISINAS
Lirio Garduño-Buono
Le poinçonneur des Lilas
Iba
a
trabajar
en
metro,
todavía
medio
dormida. Como tantos parisinos, leía.
Acababa
de
cambiar
en
Opéra
para
bajar
hacia
St.
Germain
o
Solferino:
tenía
una
chamba
temporal
en
la
Maison
de
l'Amérique
Latine*.
En
esa
atmósfera
de
sueño
y
de
pasividad,
irrumpió
de
pronto
en
el
vagón
una
chica
que
se
puso
a
cantar
a
voz
en
cuello. La acompañaban un guitarrista, un acordeón
y
dos
personas
con
cámaras
de
televisión. Cantó una canción que nunca antes había escuchado y que me fascinó de inmediato porque contaba la historia de un empleado (le poinçonneur) que
perforaba
los
boletos
a
la
entrada
del
metro, oficio que para cuando yo vivía en París era ya inexistente. La chica vestía como un gavroche y cantaba
como
dije
antes, a todo pulmón con una voz aguardentosa y potente. La cámara la filmaba y buscaba entre los pasajeros.
Dieron
conmigo.
Estaba
en
mi
mejor
momento
con
ese
corte
de
pelo
a
la
Louise
Brooks. Cuando terminaron su canción les pregunté cuándo lo transmitirían. Me dijeron que en el noticiero de las ocho.
Así,
esa
misma
noche
a
mi
regreso
de
la
chamba,
me
vi
en
la
taravisión,
escuchando
con
un
aire
de
ensueño
esa
canción
de
Serge
Gainsbourg*
que
no
conocía
y
que
tanto
me
gustó: De petits trous/ des petits trous/toujours de petits trous...
Nunca hables con extraños
Algo
que
me
parecía
(y
me
sigue
pareciendo)
muy
triste
de
París
es
que
la
gente
no
se
mira,
no
se
habla,
finge
que
los
demás
no
existen. En cierto momento me harté de esto y decidí hablar con extraños.
No
forzosamente
hacerme
de
amigos,
pero
sí
iniciar
conversaciones
para
no
olvidar
que
somos
seres
sociales
y
para
no
sentirme
vivir
dentro
de
una
hielera.
Una
mañana
muy
temprano
en
el
metro
Gambetta,
un
señor
entró
conmigo
de
contrabando
en
el
torniquete. Esta práctica de los indigentes y de los que no podían pagarse un boleto de metro, me parecía abusiva, pero curiosamente ese
tipo
no
me
cayó
mal
porque
empezó
a
hablarme
muy
cordial,
a
pesar
de
que
de
inmediato
me
di
cuenta
de
que
salía
de
una
juerga
y
no
había
dormido. Estaba, en una palabra, borrachísimo.
Fue
conmigo
hasta
la
Place
Clichy,
platicando
(no
recuerdo
de
qué,
pero
en
verdad
me
estaba
cayendo
bien). Recuerdo haber pensado, “es un borracho buena onda...” Pero pronto las cosas empezaron a ponerse feas, cuando quiso ligarme.
Demasiado
tarde
para
darme
cuenta
de
que
no
estaba
en
buen plan.
Me
siguió
en
los
corredores
de
la
correspondencia
diciéndome
no
sé
qué
tantas
cosas
ya
de
plano
impertinentes
(como
que
me
fuera
con
él
a
seguir
la
peda,
que
lo
acompañara
a
su
casa,
etc...).
En
el
andén
de
Place
de
Clichy
traté
de
deshacerme
de
él,
pero
se
aferró
y
empezó
a
gritar
sin
empacho
que
yo
era
su
mujer,
que
esa
noche
habíamos
hecho
el
amor,
que
llevábamos
cinco
años
casados,
que
teníamos
muchos
problemas... ¡Aghhh!
Desde
luego,
la
gente
en
el
andén
se
apartaba
prudentemente
de
nosotros
y
nadie
hizo
el
menor
movimiento
para
ayudarme. Cuando el metro llegó, después de unos minutos larguísimos, eché
a
correr
y me metí en
uno
de
los vagones delanteros, dejándolo atrás.
Llegué
a
mi
trabajo
en
la
Porte
de
Clichy
algo
asustada,
pensando
que
finalmente,
los
parisinos tienen razón de no hablar con gente que no conocen.
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